"Celebramos la Sagrada Eucaristía, el sacrificio sacramental del Cuerpo y
de la Sangre del Señor, ese misterio de fe que anuda en sí todos los
misterios del Cristianismo. Celebramos, por tanto, la acción más sagrada
y trascendente que los hombres, por la gracia de Dios, podemos realizar
en esta vida: comulgar con el Cuerpo y la Sangre del Señor viene a ser,
en cierto sentido, como desligarnos de nuestras ataduras de tierra y de
tiempo, para estar ya con Dios en el Cielo, donde Cristo mismo enjugará
las lágrimas de nuestros ojos y donde no habrá muerte, ni llanto, ni
gritos de fatiga, porque el mundo viejo ya habrá terminado (Cfr. Apoc
21, 4).
Esta verdad tan consoladora y profunda, esta significación escatológica de la Eucaristía, como suelen denominarla los teólogos, podría, sin embargo, ser malentendida: lo ha sido siempre que se ha querido presentar la existencia cristiana como algo solamente espiritual espiritualista, quiero decir, propio de gentes puras, extraordinarias, que no se mezclan con las cosas despreciables de este mundo, o, a lo más, que las toleran como algo necesariamente yuxtapuesto al espíritu, mientras vivimos aquí.
Cuando se ven las cosas de este modo, el templo se convierte en el lugar por antonomasia de la vida cristiana; y ser cristiano es, entonces, ir al templo, participar en sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica, en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común recorre su propio camino. La doctrina del Cristianismo, la vida de la gracia, pasarían, pues, como rozando el ajetreado avanzar de la historia humana, pero sin encontrarse con él.
En esta mañana de octubre, mientras nos disponemos a adentrarnos en el memorial de la Pascua del Señor, respondemos sencillamente que no a esa visión deformada del Cristianismo. Reflexionad por un momento en el marco de nuestra Eucaristía, de nuestra Acción de Gracias: nos encontramos en un templo singular; podría decirse que la nave es el campus universitario; el retablo, la Biblioteca de la Universidad; allá, la maquinaria que levanta nuevos edificios; y arriba, el cielo de Navarra…
¿No os confirma esta enumeración, de una forma plástica e inolvidable, que es la vida ordinaria el verdadero lugar de vuestra existencia cristiana? Hijos míos, allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres."
Esta verdad tan consoladora y profunda, esta significación escatológica de la Eucaristía, como suelen denominarla los teólogos, podría, sin embargo, ser malentendida: lo ha sido siempre que se ha querido presentar la existencia cristiana como algo solamente espiritual espiritualista, quiero decir, propio de gentes puras, extraordinarias, que no se mezclan con las cosas despreciables de este mundo, o, a lo más, que las toleran como algo necesariamente yuxtapuesto al espíritu, mientras vivimos aquí.
Cuando se ven las cosas de este modo, el templo se convierte en el lugar por antonomasia de la vida cristiana; y ser cristiano es, entonces, ir al templo, participar en sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica, en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común recorre su propio camino. La doctrina del Cristianismo, la vida de la gracia, pasarían, pues, como rozando el ajetreado avanzar de la historia humana, pero sin encontrarse con él.
En esta mañana de octubre, mientras nos disponemos a adentrarnos en el memorial de la Pascua del Señor, respondemos sencillamente que no a esa visión deformada del Cristianismo. Reflexionad por un momento en el marco de nuestra Eucaristía, de nuestra Acción de Gracias: nos encontramos en un templo singular; podría decirse que la nave es el campus universitario; el retablo, la Biblioteca de la Universidad; allá, la maquinaria que levanta nuevos edificios; y arriba, el cielo de Navarra…
¿No os confirma esta enumeración, de una forma plástica e inolvidable, que es la vida ordinaria el verdadero lugar de vuestra existencia cristiana? Hijos míos, allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres."